martes, 2 de octubre de 2012

Alejandro Cussiánovich, Chito el maestro


El maestro de la ternura y la posición


Con alegría y convencidos que nos merecemos conocer más del maestro, comparto con ustedes la nota de celebración y reconocimiento a uno de los peruanos universales que a través de su trayectoria de vida, nos permite revisar nuestro accionar y recordar que ante todo somos personas que nos debemos a las causas de la dignidad humana. Que es posible recurrir al espacio de la ternura y a apropiarnos de la entereza de humanidad que reside en cada uno de nosotros. 

Un hombre que con su convicción y compromiso con las causas justas de los que más lo necesitan, nos interpela y reorienta los sentidos de nuestra vida. De la vida cotidiana, de la vida adulta, solemne, protocolar y cómica. 

Un hombre con horizontes que supera las majaderías -como suele decir en sus diálogos- porque sabe que el camino es arduo, largo, de intensa lucha y aspira que lleguemos o brindemos nuestro aporte para acariciar juntos la orilla de la justicia y la tolerancia, que es una manera de alcanzar la sonrisa para todos y todas, como él con firmeza y fe.

Un hombre que con su vida nos recuerda que hagamos lo que hagamos, logremos lo que logremos sólo tiene sentido si al final nos detenemos para pensar si logramos recuperar los sentimientos nobles que son propio de los niños y niñas, que es finalmente la condición primigenia y primordial de las personas. (Jacobo Alva)



                                          Alejandro Cussiánovich, en Bagua Grande, Amazonas. 28 set. 2012 (foto de jcj)




La nota es del columnista Ronald Gamarra, publicado en el diario La República (Lima, Perú)

Chito

Hay un hombre que a lo largo de las muchas décadas de su vida, ha permanecido leal a sus convicciones y a una profunda vocación de servicio a los que nada tienen, con la idea de contribuir a una sociedad mejor. Un utópico, se diría en el mundo pragmático y oportunista de hoy. Un excéntrico, dirían los que miden el valor de una vida por el éxito y el poder obtenidos. Un loquito, dirían al saber que no acumuló riqueza ni comodidad personal.
Ese hombre cargado de años ha conservado el espíritu “joven para siempre”, como quería Bob Dylan en una canción memorable. No lo han abandonado la ilusión ni el optimismo, ni el ímpetu, ni la tenacidad. A una edad en la que uno espera merecer deferencia y elogios por el camino recorrido, él sigue buscando desafíos, proyectos, tareas. En su caso, la madurez tiene el impulso de un eterno adolescente.
Le ha dedicado su vida especialmente a la niñez y la juventud. A esa niñez en abandono, a los niños que trabajan, a los niños sin familia, a los niños de la calle. Ha defendido los derechos y la dignidad de esos niños, pero sobre todo ha querido hacer de ellos los protagonistas de su propia lucha y destino en la vida. Es un maestro que no educa para amaestrar sino para liberar capacidades.
Su recorrido vital va de la mano con una intensa reflexión religiosa que lo llevó tempranamente al sacerdocio. A un sacerdocio que él quiso no ritual ni decorativo, sino comprometido. Impulsor originario de la Teología de la Liberación junto a Gustavo Gutiérrez, ha sufrido censura, sanciones y marginación al igual que otros miembros de esta corriente de reflexión teológica que intentó renovar una Iglesia anquilosada.
Alguna vez, un presidente envanecido por el poder ilimitado que había adquirido, dijo que no admiraba a nadie en el Perú, ni en su historia ni en su presente. Qué poco conocía este país. El Perú tiene mucha gente admirable, que hace posible nuestra supervivencia y nuestra esperanza. Que nos ayudan a ver el horizonte cuando nos confunde la niebla. Que se compran los pleitos sin pensar en recompensas.
Uno de ellos es aquel sobre quien escribo esta columna. Discreto, modesto, no le gusta hacerse notar. Pero es de aquellos que han luchado toda la vida, los indispensables, según la frase atribuida a Brecht. Alguna vez le preguntaron qué ha ganado con tanta lucha y respondió: “Uno no se mete a pelear porque va a ganar, sino por dignidad”. Le dicen Chito, como a cualquier chiquillo, tal vez porque conserva el alma primaveral, y se llama Alejandro Cussianovich.

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